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Huyendo de nuestro bello barrio, corriendo de las balas y escapando de un destino maltrecho. Con mis hijos en brazos camino a la ciudad del futuro, solo hasta que alcanzo lo alto de la montaña encuentro lugar para los cuatro; los días pasan y la casa se forma a punta de palos y tablas de madera que los niños y mi mujer encuentran por ahí. 

Dos años después la loma está llena de caras conocidas, familiares y vecinos que decidieron empezar de nuevo. Pero nosotros no somos los únicos que habitamos en este barrio de Independencia, en cada esquina hay unas fronteras que delimitan nuestras acciones, amigos y  forma de vivir. 

Todos quieren lo mismo, todos quieren el poder, todos quieren el dinero que corre por la zona. La gente dice que la disputa es por el control del occidente de Medellín y la carretera que tiene vía al mar. 

Paramilitares, guerrilleros, Ejército Nacional y bandas criminales. Este año han sido unas por otras, las 12 operaciones militares que nos tienen abatidos. Pillos e inocentes desaparecen día a día y todos somos testigos, hasta los niños. La guerra no perdona a nadie, ni siquiera a ellos. 

Se ha incrustado en nuestros colegios, parques y calles. Calles en las que una niña hace no mucho murió a causa de un petardo lanzado por el Ejército, según dice la gente, aunque ya uno no sabe ni siquiera de quién viene qué; calles por las frecuentemente veo a madres corriendo -como quienes sienten que de ello depende su vida- porque mientras sus hijos están en clases, los enfrentamientos entre grupos armados amenazan constantemente con llevarlos a causa de una bala perdida. 

Hoy es diferente, el calor intenso me levanta desesperado, todavía es de mañana. Mientras que los demás siguen durmiendo, me asomo por la ventana al oír que corren y gritan. Los mismos bandos de siempre, con las víctimas de siempre. 

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